31 julio 2013

Cuando Romeo mata a Julieta


Cuando Romeo mata a Julieta:
POR: s.c.

Romeo and Juliet by *palnk (DeviantART)

 
 
"De las fatídicas entrañas de estos dos enemigos, nace una pareja de amantes de mala estrella..." Romeo y Julieta (Prólogo). William Shakespeare.

Estaba atrapada.

Sus oportunidades de escapar habían reducido considerablemente al haber entrado a esa casa abandonada. Casi podía sentir la advertencia que gritaban sus paredes, los llantos de los fantasmas, de las almas olvidadas jamás vengadas que le suplicaban que se diera la vuelta.

Y sus oportunidades pasaron a cero cuando escuchó los pasos a sus espaldas.

Subió las escaleras a toda prisa, sin atreverse a mirar hacia atrás. Sus manos sudadas resbalaban sobre el pasamano, trastabillaba sobre los escalones, tropezó (Maldita sea, ¿por qué entonces?), pero se las arregló para llegar hasta la primera planta, asiendo el último escalón con las manos, tomando el impulso que le faltaba para levantase.

Resbalándose en el suelo polvoriento, levantó los tablones de madera, desesperada, en busca de aquello que la había hecho abandonar su escondite. Aquello que ponía su vida peligrosamente cerca del fin...

Los pasos aumentaron, un sonido seco, amplificado por el reducido espacio de la escalera. Escuchó voces  graves, murmullos bruscos y fríos que le pusieron la piel de gallina. Subían a toda prisa, y su corazón golpeó contra su pecho, como un ave enjaulada pugnando por salir.

Miró a su alrededor una última vez, con resignada desolación, y estaba a punto de irse...  Cuando distinguió el tenue brillo dorado, entre la arena y la ceniza. Lo escondió dentro de su abrigo, al mismo tiempo que los hombres abrían la puerta de golpe. Rostros de piedra la observaron fijamente, y ella hizo lo mismo, paralizada. Ojos oscuros, pozos sin fondo en cuerpos sin alma que perforaban sus pupilas desorbitadas. Casi podía oír sus pensamientos:

“Es ella.”

La ventana era su única salida, y saltó por ella, cayendo de rodillas al suelo de tejas calentadas por el sol que le quemaron la piel.  Una mano sujetó su cabello, tirando de él con fuerza, y al mirar de reojo, vio la cruel sonrisa de su captor, que con afectado acento, le dijo:

-Te tenemos. 

Pero ya estaba acostumbrada al dolor, hacía mucho tiempo que su vida no era otra cosa, y un mechón de cabello negro con las puntas cubiertas de sangre fue todo lo que el soldado pudo conservar de ella, mientras corría descalza por el tejado, mirando hacia atrás de manera casi espasmódica, su ruidosa respiración acompañándola a cada paso, y no consiguiendo, empero, ahogar las órdenes del soldado.

-¡Búsquenla!

Los vio darse la vuelta, saliendo de la casa y bajando a la calle, y triunfante, siguió corriendo, el sol quemándole la nuca, la fatiga reduciendo su campo visual, los oídos zumbándole y su corazón de ave latiendo desenfrenado la orquesta cacofónica de su trágica huida.

Y el medallón junto a su pecho.

Sonrió brevemente, extendiendo una mano temblorosa para alcanzarlo, y se lo ató al cuello, conteniendo las lágrimas de alegría. Volvía a estar a su lado. Había estado sola tanto tiempo, y ahora...

La siguiente casa estaba demasiado lejos para llegar hasta ella. Se detuvo, sin saber qué hacer, y se dio cuenta de que no tenía opción: Era hora de bajar.

Al acercarse al borde, las tejas crujieron, desmoronándose sobre el suelo de piedra. Ahogó un grito, deteniéndose de golpe, y temblorosa, se inclinó para ver hacia abajo. La calle desierta envió una descarga de alivio que hizo que le flanquearan las piernas. Se aferró a la cornisa, y con las piernas colgando y el sol dándole de lleno en los ojos, trepó hacia abajo, raspándose las rodillas quemadas con la dura piedra descuidada de la pared. El suelo estaba húmedo cuando lo alcanzó, y jadeante, apoyó todo su peso en la pared, sin poder evitar sonreír.

Fue entonces cuando sintió su presencia. Se congeló en el sitio, y el calor del sol desapareció, como si los ojos que taladraban su nuca trajeran consigo todos los vientos helados del mundo.

Se irguió en toda su altura, dándose la vuelta, y ambos se miraron en silencio. El soldado era joven, apenas unos años mayor que ella, de cabello rubio rizado y rostro anguloso.

En un gesto nervioso, ella apretó con la mano izquierda el medallón en su cuello. Él apenas reparó en esto. Sus ojos azules enfrentaron los suyos negros, y vio su vacilación, la manera en que la mano que sostenía la pistola se aflojaba apenas un tanto. Breve, un mero instante, en que ninguno de los dos pudo apartar los ojos del otro, en que ambas almas regresaron a sus cuerpos y calentaron sus corazones de piedra...

Pero de nuevo, fue breve, como sus esperanzas de escapar.


En el tren hacía calor, lo que era de esperarse, cuando dentro iban al menos doscientas personas por compartimiento. No había sillas, ni camas, y las mujeres, niñas y ancianas que viajaban con ella iban de pie, con la misma mirada vacía en los ojos, el mismo terror entumecido que reptaba por las pieles de todos en estos días.

Vacío, como el paisaje que distinguía a través de la ventana. Distante, vidas que se habían alejado de este mundo perdido para perderse en otra parte, otro lugar donde las sombras no pudieran hacerles daño.  


-¿Quién es?

-Nadie lo sabe.

-¿No escucharon su nombre? ¿Por qué no se lo preguntamos?

-Es un caso perdido, no ha dicho nada desde que llegó.

-Puede oírnos ¿no?

-No da muestras de hacerlo, pero podría estar ignorándonos.

No se equivocaba. Mantenía la mirada en el techo de su litera: Tablones de madera irregulares, descuidadamente lijados y sucios, que vagamente le recordaban a un lugar diferente: Un techo de tablones de caoba pulida, un ventilador blanco que giraba plácidamente, una ventana sin cortinas que dejaba entrar la luz de la luna...

-Eh, tú –alguien la sacudió por los hombros, y pesadamente, giró la cabeza hacia ella- ¿Eres muda o qué?

Parpadeó, usando los codos para incorporarse, y frunció el ceño en interrogante.

-¿Entiendes lo que digo? –insistió la mujer. Era al menos veinte años mayor, con arrugas en la frente que se marcaban cuando fruncía el ceño, ojos cafés y cabello rubio, corto, como el de todo el mundo en ese lugar.

De sus cabellos a sus ropas. Los soldados se encargaban de eso, de volverte igual a los demás, de quitarte el más mínimo rastro de individualidad. Apenas y había logrado esconder el relicario...

-¿Me entiendes?

Perdiendo interés en la conversación, volvió a acostarse.

-Quizás es tonta –escuchó decir.

-Ya, déjenla tranquila –replicó alguien más- Debe de ser la conmoción. Volverá a hablar tan pronto se le pase el susto.

Lejano, escuchó que la mujer junto a su cama reía secamente.

-Entonces no hablará nunca.


A las cinco llegaban los soldados, sacándolas de sus camas a gritos e instándolas a salir. Formaban una fila afuera, donde otro de esos hombres de piedra las observaba de una en una, sus ojos apenas deteniéndose en sus rostros antes de pasar a la siguiente. Luego, en esa misma fila, eran llevadas a las duchas, un salón enorme donde todas apretujadas recibían un chorro de agua helada.

La rutina era repetitiva, mortificante y dolorosa... Pero ella apenas y la notó. Trabajaba en lo que le decían, fundía el metal para las balas, fabricaba bisagras para puertas que terminarían en los hogares de los hombres de piedra, martillaba, cortaba y lavaba hasta que las yemas de sus dedos se abrían, y en ningún momento dijo una sola palabra.

A veces lo veía, al otro lado de la reja. Una figura uniformada en medio del frío del norte, su cabello rubio oculto por su sombrero, sus ojos azules clavados en ella.

Y ella sonreía brevemente, se daba la vuelta, y seguía con su trabajo.


-Te crees diferente a nosotras ¿No es así?

Ruth, como había descubierto que se llamaba la mujer rubia de ojos cafés, había probado ser bastante insistente. Incluso días después, cuando los escasos ánimos de sus compañeras habían comenzado a extinguirse, ella seguía atosigándola con preguntas, indemne a las muertas, las enfermas y las desaparecidas. Era casi como si su terquedad la mantuviera viva.

Giró la cabeza sobre la almohada, denotando su fastidio.

-Por eso no nos hablas, no nos consideras a tu altura.

Rió brevemente, poniendo los ojos en blanco, y se preparaba para perderse en sus ensoñaciones mientras ella seguía con su berrinche, cuando Ruth dijo:

-¿Crees que tu destino será diferente? ¿Que tu príncipe vendrá a buscarte y te sacará de aquí? Podrás haber sido otra allá afuera, pero aquí, estás tan condenada como el resto de nosotras.

La miró de nuevo, perdido el desdén, y supo por su cambio de expresión que sus ojos le habían dado la respuesta que quería:

“¿Y qué te dice que allá afuera no estoy condenada?”


Tras sus párpados había estrellas fugaces. Galaxias enteras que guiaban a aventureros enamorados hacia las tierras de la eternidad, hadas de mirada traviesa que con su polvo mágico transformaban los harapos en vestidos, las calabazas en carrozas, los sueños en realidades...

Por un momento, estuvo de vuelta en esa habitación, en esa casa que en sus sueños no estaba abandonada y sola, sino llena de vida, de alegría, de esperanza por un mañana mejor. Podía ver las estrellas a través de la ventana. Sus brazos rodeaban su cintura, y su cálido aliento le hacía cosquillas en la mejilla cuando susurraba en su oído.

Y el sueño era sólo una necesidad, y no el escape de un mundo que lentamente se había convertido en un cascarón vacío.

Los días siguieron pasando, imposibles de contar para los que perdían la cuenta. El paso del tiempo marcó sus manos, llenándolas de ampollas y callos y endureciéndolas al punto de desaparecer sus temblores. Su cabello había vuelto a crecer, despeinado y espeso como la melena de un león, y le traía una especie de tranquilidad volverlo a tener sobre sus hombros, como si no todo estuviera perdido.

Los números disminuían, y los dormitorios se hacían cada vez más silenciosos. No le molestaba el silencio, sin embargo, las palabras la habían dejado hacía tiempo. Sentada en la cama, sin poder dormir, abrió el medallón, observando al joven sonriente de la foto, y el mechón de su cabello que yacía del otro lado. Sus delgados y nudosos dedos acariciaron los bordes engravados y las líneas del rostro del muchacho dentro.

“No tengas miedo” Eran las últimas palabras que le había dicho. “Este mundo no es para nosotros.”

Sonrió. Encontrarían uno que sí lo fuera.


El soldado la incomodaba. Se las arreglaba para estar dónde sea que fuera, como una sombra que presagiaba el cumplimiento de su más terrible pesadilla, y siempre la observaba sin expresión alguna, con esos fríos ojos azules que la golpeaban y le helaban el pecho.

Una mañana, se aventuró a caminar hasta la reja, casi esperando que él se diera la vuelta y se fuera.

Pero no lo hizo. Siguió mirándola, inexpresivo, y ella se detuvo apenas a unos pasos de él, tan cerca que si estiraba los dedos, tocaría el alambrado, y bastaría con que él extendiera la mano también para que sus manos se tocasen.

“Hola, extraño” pensó, divertida.

¿Lo habrían abandonado las palabras también? Ladeó la cabeza ligeramente, interrogante, y aunque era su destino el que se precipitaba hacia el abismo, sintió lástima por aquellos infinitos ojos azules, y por el hombre vacío que los portaba.


Ruth y ella eran parte del reducido número de sobrevivientes, sus preguntas manteniendo en el presente a la una y sus miradas, muecas y gestos de respuesta bastándole a la otra para ocupar el tiempo.

Le había contado su historia. No había dicho que lo haría, no le había preguntado si le molestaría, era casi como si quisiera hablar para sí misma en voz alta, y ella simplemente estaba allí por casualidad.

Habían vivido a sólo dos pueblos de distancia. Ruth había sido una lavandera en la casa de una familia acaudalada, al igual que su madre, y su abuela antes que ella. Su esposo, Jakob, había muerto antes de la guerra, y la última vez que había visto a sus dos hijos varones había sido cuando estos eran llevados, en el tren de los hombres, hasta otro campo de concentración.

-Cuando la guerra termine, nos iremos a vivir a Latinoamérica –concluyó por decir, con una sonrisa que era más irónica que esperanzada. No pudo evitar sonreír también, y bajar la mirada a su medallón, acariciando el material con los dedos.

“Cuando la guerra termine.”

-¿Quién llevas allí? –Sobresaltada, ella levantó la cabeza. Ruth la observaba con ojos entrecerrados - En el collar, no sé cómo te las arreglaste para que no te lo quitaran, pero siempre lo llevas puesto, y te he visto sujetarlo en las noches cuando tienes una pesadilla –Habituada ya a interpretar sus expresiones, y sobre todo sus silencios, la mujer continuó- Es alguien importante para ti ¿no?

Asintió, y la expresión de Ruth pasó de la sospecha a la simpatía.

-¿Familia? –Ella negó con la cabeza- Amor, entonces –Ella se ruborizó, haciendo reír a la otra- Espero que puedan reencontrarse, de verdad que sí. No nos vendría mal algo de esperanza en este lugar.

Sonrió otra vez, más segura que antes.

“Lo haremos” pensó.

Y así sería. Más pronto, incluso, de lo que ella se imaginaba.


La madrugada siguiente, antes de lo normal, unas manos la sacaron bruscamente de la cama, sorprendiéndola y aterrándola al punto de soltarle un gemido.

El pequeño grito rebotó en las paredes del dormitorio, despertando a las pocas personas que quedaban allí. Ruth se puso en pie de un salto, su raquítica figura imponente bajo la escasa luz de la habitación.

Otro soldado, como salido de la nada, la detuvo antes de que pudiera hacer algo.

-¿A dónde la lleva? –gritó, observando por encima del hombro del hombre.

-Órdenes del comandante –replicó el soldado, tirándola del cabello para instarla a caminar. Ruth observó su partida con ojos aterrados, empañados por las lágrimas, y ella se las arregló para mirarla por encima del hombro y dirigirle una sonrisa tranquilizadora.

“Todo está bien. Es así como debe de ser.”

Y como si hubiera leído sus pensamientos, la expresión de la mujer se relajó, asintiendo en silencio.

El soldado la condujo hasta las afueras del pequeño dormitorio, frente a la pared que estaba más cercana a la reja. Lo observó, apenas unos años mayor que ella, y distinguió el brillo metálico de su pistola cuando la apuntó entre sus ojos.

No se inmutó en lo más mínimo.

-El herr comandante me ha dado órdenes de dispararle, a menos que usted acepte irse con él.

Parpadeó, confundida, y el hombre pareció comenzar a incomodarse de su mirada inquisitiva.

-También ha pedido que le pregunte su nombre –añadió el soldado, y entonces lo comprendió.

Sonrió, con más ganas de las que había sonreído en los últimos días.

“¿Crees que tu destino será diferente?”

Finalmente, era momento de hablar.

-Nadie lo sabe –replicó ella- y nadie lo sabrá nunca.

La vida es mi tortura y la muerte será mi descanso.” Romeo y Julieta.


-Herr comandante –la voz lo sobresaltó, sacándolo de sus pensamientos, y el muchacho levantó la cabeza. El soldado entró en la oficina con aire sombrío, y supo lo que había pasado, incluso antes de que dejara el medallón manchado de sangre sobre la mesa- Llevaba esto en el cuello, no sé cómo se las arregló para robárselo.

Observó el medallón apenas un momento, sin ninguna expresión, antes de dirigirse de nuevo al soldado.

-¿Y los demás?

-Ya han sido enviados a la cámara, herr comandante.

Asintió.

-Puede retirarse.

El soldado asintió, dándose la vuelta, pero se detuvo justo frente a la puerta, y notó su vacilación antes de que se volviera de nuevo.

-Le he preguntado su nombre, como lo pidió –comentó, y la curiosidad apenas y le quebró la voz cuando preguntó:

-¿Te lo ha dicho? –el soldado negó con la cabeza, y el alivio casi lo hace palidecer.

-Se ha reído en mi cara.

Contuvo las ganas de reírse también.

-Bueno, ya no importa. Está muerta, después de todo.

El soldado asintió también, dejando ver su disgusto sólo un momento antes de emprender la retirada. Ya solo, el muchacho dejó escapar un suspiro, y bajó la mirada al medallón sobre la mesa.

Recordaba el día en que se lo había dado, su sonrisa radiante cuando lo colocó alrededor de su cuello. Ni todas las riquezas de su familia se podían comparar con el brillo de sus ojos al sonreír.

-De esa manera, nunca estaremos lejos el uno del otro- Había dicho, y ella había sonreído más todavía.

El último día que se habían encontrado, el caos azotaba la ciudad, y la pequeña habitación había dejado de ser un mundo aparte, como si las puertas abiertas de la que antes había sido tierra de nadie hubieran dejado entrar la debacle de afuera.

Y esta se había condensado sobre los dos, ensombreciendo sus facciones.

-Podríamos huir –había sugerido, pero ella había negado con la cabeza.

-Nos encontrarán –replicó, con el tono y la tristeza de quien ya lo ha intentado bastante- Nos matarán.

Supo que era cierto, su cargo se encargaría de ello, la estrella en el pecho de ella los guiaría.

-Hay otra manera –comentó ella en voz alta. Sus ojos estaban llenos de lágrimas- Hay otra manera, y nadie jamás podría encontrarnos.

Y juntos, planearon su escape.

-Volveré a este mismo lugar –explicó ella, quitándose el medallón y escondiéndolo debajo de las tablas- Me esconderé por un tiempo, y luego vendré a buscarlo, a buscarte.

Asintió, consciente de que, cuando dejara la habitación, ambos serían extraños.

Había dudado. Ese momento, cuando se vieron frente a frente, cuando su plan se hizo aterradoramente real, había pensado dejarla ir... Pero sus dudas desaparecieron al mirarla a los ojos. Ella lo sabía, le sonrió levemente, con disimulo, animándolo a que continuara, recordándole que era lo correcto, que era la única manera...

Y en la profundidad de sus ojos negros, en esos túneles en los que siempre se perdía voluntariamente, y de los que jamás podía salir, no había ni la más mínima vacilación. En ese infinito, sólo aguardaba la paz, la felicidad, el cielo.

Había funcionado.

Sonrió, ignorando el nudo en su garganta. Ella había tenido razón, siempre la tenía.

-¿Cómo sabré que se trata de ti? –había preguntado ella, y él había sonreído con tristeza, acariciando su cabello.

-Te haré la pregunta de siempre.

Aunque nunca se lo había dicho, sí conocía su nombre: Era Psique, Ofelia y Afrodita. Era la Penélope de Odiseo y era Helena de Troya. Era la Catalina de Heathcliff, la Elizabeth Bennet de Fitzwilliam Darcy, la Cleopatra de Marco Antonio. Era Cenicienta, Blancanieves y Rapunzel...

Era Julieta. Su Julieta. La Salomé a la que gustosamente entregaba su cabeza.

Y la obra estaba a punto de terminar.

Sacó la pistola del cajón de su escritorio, y la observó sobre la mesa un momento, el brillante metal llamándolo de una manera en que nunca lo había hecho. Tomó el medallón, atándoselo al cuello, y este rebotó quedamente al reencontrarse con su gemelo, como si supiera el rostro que escondía dentro.

“Juntos para toda la eternidad.” Tomó la pistola, se la apuntó a la sien, y cerró los ojos al enroscar el dedo en el gatillo. “Un nuevo mundo, sólo para nosotros...”

En aquella tierra de fantasmas, donde la sangre teñía las paredes y la muerte era una inquilina constante, nadie se sobresaltó al oír el disparo.

Tres días después, la guerra terminó, aunque pocos en ese lugar estuvieron allí para verlo.

“Aquí pondré mi descanso eterno, y sacudiré el yugo de las estrellas infinitas, quitándolo de esta carne harta del mundo.” Romeo y Julieta. Acto V, escena III.  
Historia publicada en Wattpad, en la colección "Cuentos de luz y oscuridad"


S.C. (co-bloggeando con KyokoD y Limón)

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