Cuando Romeo mata a Julieta:
Romeo and Juliet by *palnk (DeviantART) |
"De las fatídicas
entrañas de estos dos enemigos, nace una pareja de amantes de mala
estrella..." Romeo y Julieta (Prólogo). William Shakespeare.
Estaba
atrapada.
Sus
oportunidades de escapar habían reducido considerablemente al haber
entrado a esa casa abandonada. Casi podía sentir la advertencia que gritaban
sus paredes, los llantos de los fantasmas, de las almas olvidadas jamás
vengadas que le suplicaban que se diera la vuelta.
Y sus
oportunidades pasaron a cero cuando escuchó los pasos a sus espaldas.
Subió las
escaleras a toda prisa, sin atreverse a mirar hacia atrás. Sus manos sudadas
resbalaban sobre el pasamano, trastabillaba sobre los escalones, tropezó
(Maldita sea, ¿por qué entonces?), pero se las arregló para llegar hasta la
primera planta, asiendo el último escalón con las manos, tomando el impulso que
le faltaba para levantase.
Resbalándose
en el suelo polvoriento, levantó los tablones de madera, desesperada, en busca
de aquello que la había hecho abandonar su escondite. Aquello que ponía su vida
peligrosamente cerca del fin...
Los pasos
aumentaron, un sonido seco, amplificado por el reducido espacio de la escalera.
Escuchó voces graves, murmullos bruscos
y fríos que le pusieron la piel de gallina. Subían a toda prisa, y su corazón
golpeó contra su pecho, como un ave enjaulada pugnando por salir.
Miró a su
alrededor una última vez, con resignada desolación, y estaba a punto de
irse... Cuando distinguió el tenue
brillo dorado, entre la arena y la ceniza. Lo escondió dentro de su abrigo, al
mismo tiempo que los hombres abrían la puerta de golpe. Rostros de piedra la
observaron fijamente, y ella hizo lo mismo, paralizada. Ojos oscuros, pozos sin
fondo en cuerpos sin alma que perforaban sus pupilas desorbitadas. Casi podía
oír sus pensamientos:
“Es ella.”
La ventana era
su única salida, y saltó por ella, cayendo de rodillas al suelo de tejas
calentadas por el sol que le quemaron la piel.
Una mano sujetó su cabello, tirando de él con fuerza, y al mirar de
reojo, vio la cruel sonrisa de su captor, que con afectado acento, le dijo:
-Te
tenemos.
Pero ya estaba
acostumbrada al dolor, hacía mucho tiempo que su vida no era otra cosa, y un
mechón de cabello negro con las puntas cubiertas de sangre fue todo lo que el
soldado pudo conservar de ella, mientras corría descalza por el tejado, mirando
hacia atrás de manera casi espasmódica, su ruidosa respiración acompañándola a
cada paso, y no consiguiendo, empero, ahogar las órdenes del soldado.
-¡Búsquenla!
Los vio darse
la vuelta, saliendo de la casa y bajando a la calle, y triunfante, siguió
corriendo, el sol quemándole la nuca, la fatiga reduciendo su campo visual, los
oídos zumbándole y su corazón de ave latiendo desenfrenado la orquesta
cacofónica de su trágica huida.
Y el medallón
junto a su pecho.
Sonrió
brevemente, extendiendo una mano temblorosa para alcanzarlo, y se lo ató al
cuello, conteniendo las lágrimas de alegría. Volvía a estar a su lado. Había
estado sola tanto tiempo, y ahora...
La siguiente
casa estaba demasiado lejos para llegar hasta ella. Se detuvo, sin saber qué
hacer, y se dio cuenta de que no tenía opción: Era hora de bajar.
Al acercarse
al borde, las tejas crujieron, desmoronándose sobre el suelo de piedra. Ahogó
un grito, deteniéndose de golpe, y temblorosa, se inclinó para ver hacia abajo.
La calle desierta envió una descarga de alivio que hizo que le flanquearan las
piernas. Se aferró a la cornisa, y con las piernas colgando y el sol dándole de
lleno en los ojos, trepó hacia abajo, raspándose las rodillas quemadas con la
dura piedra descuidada de la pared. El suelo estaba húmedo cuando lo alcanzó, y
jadeante, apoyó todo su peso en la pared, sin poder evitar sonreír.
Fue entonces
cuando sintió su presencia. Se congeló en el sitio, y el calor del sol desapareció,
como si los ojos que taladraban su nuca trajeran consigo todos los vientos
helados del mundo.
Se irguió en
toda su altura, dándose la vuelta, y ambos se miraron en silencio. El soldado
era joven, apenas unos años mayor que ella, de cabello rubio rizado y rostro
anguloso.
En un gesto
nervioso, ella apretó con la mano izquierda el medallón en su cuello. Él apenas
reparó en esto. Sus ojos azules enfrentaron los suyos negros, y vio su
vacilación, la manera en que la mano que sostenía la pistola se aflojaba apenas
un tanto. Breve, un mero instante, en que ninguno de los dos pudo apartar los
ojos del otro, en que ambas almas regresaron a sus cuerpos y calentaron sus
corazones de piedra...
Pero de nuevo,
fue breve, como sus esperanzas de escapar.
…
En el tren
hacía calor, lo que era de esperarse, cuando dentro iban al menos doscientas
personas por compartimiento. No había sillas, ni camas, y las mujeres, niñas y
ancianas que viajaban con ella iban de pie, con la misma mirada vacía en los
ojos, el mismo terror entumecido que reptaba por las pieles de todos en estos
días.
Vacío, como el
paisaje que distinguía a través de la ventana. Distante, vidas que se habían
alejado de este mundo perdido para perderse en otra parte, otro lugar donde las
sombras no pudieran hacerles daño.
…
-¿Quién es?
-Nadie lo
sabe.
-¿No
escucharon su nombre? ¿Por qué no se lo preguntamos?
-Es un caso
perdido, no ha dicho nada desde que llegó.
-Puede oírnos
¿no?
-No da
muestras de hacerlo, pero podría estar ignorándonos.
No se equivocaba.
Mantenía la mirada en el techo de su litera: Tablones de madera irregulares,
descuidadamente lijados y sucios, que vagamente le recordaban a un lugar
diferente: Un techo de tablones de caoba pulida, un ventilador blanco que
giraba plácidamente, una ventana sin cortinas que dejaba entrar la luz de la
luna...
-Eh, tú
–alguien la sacudió por los hombros, y pesadamente, giró la cabeza hacia ella-
¿Eres muda o qué?
Parpadeó,
usando los codos para incorporarse, y frunció el ceño en interrogante.
-¿Entiendes lo
que digo? –insistió la mujer. Era al menos veinte años mayor, con arrugas en la
frente que se marcaban cuando fruncía el ceño, ojos cafés y cabello rubio,
corto, como el de todo el mundo en ese lugar.
De sus
cabellos a sus ropas. Los soldados se encargaban de eso, de volverte igual a
los demás, de quitarte el más mínimo rastro de individualidad. Apenas y había
logrado esconder el relicario...
-¿Me
entiendes?
Perdiendo
interés en la conversación, volvió a acostarse.
-Quizás es
tonta –escuchó decir.
-Ya, déjenla
tranquila –replicó alguien más- Debe de ser la conmoción. Volverá a hablar tan
pronto se le pase el susto.
Lejano,
escuchó que la mujer junto a su cama reía secamente.
-Entonces no
hablará nunca.
…
A las cinco
llegaban los soldados, sacándolas de sus camas a gritos e instándolas a salir.
Formaban una fila afuera, donde otro de esos hombres de piedra las observaba de
una en una, sus ojos apenas deteniéndose en sus rostros antes de pasar a la
siguiente. Luego, en esa misma fila, eran llevadas a las duchas, un salón
enorme donde todas apretujadas recibían un chorro de agua helada.
La rutina era
repetitiva, mortificante y dolorosa... Pero ella apenas y la notó. Trabajaba en
lo que le decían, fundía el metal para las balas, fabricaba bisagras para puertas
que terminarían en los hogares de los hombres de piedra, martillaba, cortaba y
lavaba hasta que las yemas de sus dedos se abrían, y en ningún momento dijo una
sola palabra.
A veces lo
veía, al otro lado de la reja. Una figura uniformada en medio del frío del
norte, su cabello rubio oculto por su sombrero, sus ojos azules clavados en
ella.
Y ella sonreía
brevemente, se daba la vuelta, y seguía con su trabajo.
…
-Te crees
diferente a nosotras ¿No es así?
Ruth, como
había descubierto que se llamaba la mujer rubia de ojos cafés, había probado
ser bastante insistente. Incluso días después, cuando los escasos ánimos de sus
compañeras habían comenzado a extinguirse, ella seguía atosigándola con
preguntas, indemne a las muertas, las enfermas y las desaparecidas. Era casi
como si su terquedad la mantuviera viva.
Giró la cabeza
sobre la almohada, denotando su fastidio.
-Por eso no
nos hablas, no nos consideras a tu altura.
Rió
brevemente, poniendo los ojos en blanco, y se preparaba para perderse en sus
ensoñaciones mientras ella seguía con su berrinche, cuando Ruth dijo:
-¿Crees que tu
destino será diferente? ¿Que tu príncipe vendrá a buscarte y te sacará de aquí?
Podrás haber sido otra allá afuera, pero aquí, estás tan condenada como el
resto de nosotras.
La miró de
nuevo, perdido el desdén, y supo por su cambio de expresión que sus ojos le
habían dado la respuesta que quería:
“¿Y qué te
dice que allá afuera no estoy condenada?”
…
Tras sus
párpados había estrellas fugaces. Galaxias enteras que guiaban a aventureros
enamorados hacia las tierras de la eternidad, hadas de mirada traviesa que con
su polvo mágico transformaban los harapos en vestidos, las calabazas en carrozas,
los sueños en realidades...
Por un
momento, estuvo de vuelta en esa habitación, en esa casa que en sus sueños no
estaba abandonada y sola, sino llena de vida, de alegría, de esperanza por un
mañana mejor. Podía ver las estrellas a través de la ventana. Sus brazos
rodeaban su cintura, y su cálido aliento le hacía cosquillas en la mejilla
cuando susurraba en su oído.
Y el sueño era
sólo una necesidad, y no el escape de un mundo que lentamente se había
convertido en un cascarón vacío.
Los días
siguieron pasando, imposibles de contar para los que perdían la cuenta. El paso
del tiempo marcó sus manos, llenándolas de ampollas y callos y endureciéndolas
al punto de desaparecer sus temblores. Su cabello había vuelto a crecer,
despeinado y espeso como la melena de un león, y le traía una especie de
tranquilidad volverlo a tener sobre sus hombros, como si no todo estuviera
perdido.
Los números
disminuían, y los dormitorios se hacían cada vez más silenciosos. No le
molestaba el silencio, sin embargo, las palabras la habían dejado hacía tiempo.
Sentada en la cama, sin poder dormir, abrió el medallón, observando al joven
sonriente de la foto, y el mechón de su cabello que yacía del otro lado. Sus
delgados y nudosos dedos acariciaron los bordes engravados y las líneas del
rostro del muchacho dentro.
“No tengas
miedo” Eran las últimas palabras que le había dicho. “Este mundo no es para
nosotros.”
Sonrió.
Encontrarían uno que sí lo fuera.
…
El soldado la
incomodaba. Se las arreglaba para estar dónde sea que fuera, como una sombra
que presagiaba el cumplimiento de su más terrible pesadilla, y siempre la observaba
sin expresión alguna, con esos fríos ojos azules que la golpeaban y le helaban
el pecho.
Una mañana, se
aventuró a caminar hasta la reja, casi esperando que él se diera la vuelta y se
fuera.
Pero no lo
hizo. Siguió mirándola, inexpresivo, y ella se detuvo apenas a unos pasos de
él, tan cerca que si estiraba los dedos, tocaría el alambrado, y bastaría con
que él extendiera la mano también para que sus manos se tocasen.
“Hola,
extraño” pensó, divertida.
¿Lo habrían
abandonado las palabras también? Ladeó la cabeza ligeramente, interrogante, y
aunque era su destino el que se precipitaba hacia el abismo, sintió lástima por
aquellos infinitos ojos azules, y por el hombre vacío que los portaba.
…
Ruth y ella
eran parte del reducido número de sobrevivientes, sus preguntas manteniendo en
el presente a la una y sus miradas, muecas y gestos de respuesta bastándole a
la otra para ocupar el tiempo.
Le había
contado su historia. No había dicho que lo haría, no le había preguntado si le
molestaría, era casi como si quisiera hablar para sí misma en voz alta, y ella
simplemente estaba allí por casualidad.
Habían vivido
a sólo dos pueblos de distancia. Ruth había sido una lavandera en la casa de
una familia acaudalada, al igual que su madre, y su abuela antes que ella. Su
esposo, Jakob, había muerto antes de la guerra, y la última vez que había visto
a sus dos hijos varones había sido cuando estos eran llevados, en el tren de
los hombres, hasta otro campo de concentración.
-Cuando la
guerra termine, nos iremos a vivir a Latinoamérica –concluyó por decir, con una
sonrisa que era más irónica que esperanzada. No pudo evitar sonreír también, y
bajar la mirada a su medallón, acariciando el material con los dedos.
“Cuando la
guerra termine.”
-¿Quién llevas
allí? –Sobresaltada, ella levantó la cabeza. Ruth la observaba con ojos
entrecerrados - En el collar, no sé cómo te las arreglaste para que no te lo
quitaran, pero siempre lo llevas puesto, y te he visto sujetarlo en las noches
cuando tienes una pesadilla –Habituada ya a interpretar sus expresiones, y
sobre todo sus silencios, la mujer continuó- Es alguien importante para ti ¿no?
Asintió, y la
expresión de Ruth pasó de la sospecha a la simpatía.
-¿Familia? –Ella
negó con la cabeza- Amor, entonces –Ella se ruborizó, haciendo reír a la otra-
Espero que puedan reencontrarse, de verdad que sí. No nos vendría mal algo de
esperanza en este lugar.
Sonrió otra
vez, más segura que antes.
“Lo haremos”
pensó.
Y así sería. Más pronto, incluso, de lo que ella se imaginaba.
…
La madrugada
siguiente, antes de lo normal, unas manos la sacaron bruscamente de la cama,
sorprendiéndola y aterrándola al punto de soltarle un gemido.
El pequeño
grito rebotó en las paredes del dormitorio, despertando a las pocas personas
que quedaban allí. Ruth se puso en pie de un salto, su raquítica figura
imponente bajo la escasa luz de la habitación.
Otro soldado,
como salido de la nada, la detuvo antes de que pudiera hacer algo.
-¿A dónde la
lleva? –gritó, observando por encima del hombro del hombre.
-Órdenes del
comandante –replicó el soldado, tirándola del cabello para instarla a caminar. Ruth
observó su partida con ojos aterrados, empañados por las lágrimas, y ella se
las arregló para mirarla por encima del hombro y dirigirle una sonrisa tranquilizadora.
“Todo está
bien. Es así como debe de ser.”
Y como si
hubiera leído sus pensamientos, la expresión de la mujer se relajó, asintiendo
en silencio.
El soldado la
condujo hasta las afueras del pequeño dormitorio, frente a la pared que estaba
más cercana a la reja. Lo observó, apenas unos años mayor que ella, y
distinguió el brillo metálico de su pistola cuando la apuntó entre sus ojos.
No se inmutó
en lo más mínimo.
-El herr
comandante me ha dado órdenes de dispararle, a menos que usted acepte irse con
él.
Parpadeó,
confundida, y el hombre pareció comenzar a incomodarse de su mirada
inquisitiva.
-También ha
pedido que le pregunte su nombre –añadió el soldado, y entonces lo comprendió.
Sonrió, con
más ganas de las que había sonreído en los últimos días.
“¿Crees que tu
destino será diferente?”
Finalmente,
era momento de hablar.
-Nadie lo sabe
–replicó ella- y nadie lo sabrá nunca.
“La vida es mi tortura y la muerte
será mi descanso.” Romeo y Julieta.
…
-Herr
comandante –la voz lo sobresaltó, sacándolo de sus pensamientos, y el muchacho
levantó la cabeza. El soldado entró en la oficina con aire sombrío, y supo lo
que había pasado, incluso antes de que dejara el medallón manchado de sangre
sobre la mesa- Llevaba esto en el cuello, no sé cómo se las arregló para
robárselo.
Observó el
medallón apenas un momento, sin ninguna expresión, antes de dirigirse de nuevo
al soldado.
-¿Y los demás?
-Ya han sido
enviados a la cámara, herr comandante.
Asintió.
-Puede retirarse.
El soldado
asintió, dándose la vuelta, pero se detuvo justo frente a la puerta, y notó su
vacilación antes de que se volviera de nuevo.
-Le he
preguntado su nombre, como lo pidió –comentó, y la curiosidad apenas y le
quebró la voz cuando preguntó:
-¿Te lo ha
dicho? –el soldado negó con la cabeza, y el alivio casi lo hace palidecer.
-Se ha reído
en mi cara.
Contuvo las
ganas de reírse también.
-Bueno, ya no
importa. Está muerta, después de todo.
El soldado
asintió también, dejando ver su disgusto sólo un momento antes de emprender la
retirada. Ya solo, el muchacho dejó escapar un suspiro, y bajó la mirada al
medallón sobre la mesa.
Recordaba el
día en que se lo había dado, su sonrisa radiante cuando lo colocó alrededor de
su cuello. Ni todas las riquezas de su familia se podían comparar con el brillo
de sus ojos al sonreír.
-De esa
manera, nunca estaremos lejos el uno del otro- Había dicho, y ella había
sonreído más todavía.
El último día
que se habían encontrado, el caos azotaba la ciudad, y la pequeña habitación
había dejado de ser un mundo aparte, como si las puertas abiertas de la que
antes había sido tierra de nadie hubieran dejado entrar la debacle de afuera.
Y esta se
había condensado sobre los dos, ensombreciendo sus facciones.
-Podríamos
huir –había sugerido, pero ella había negado con la cabeza.
-Nos
encontrarán –replicó, con el tono y la tristeza de quien ya lo ha intentado
bastante- Nos matarán.
Supo que era
cierto, su cargo se encargaría de ello, la estrella en el pecho de ella los
guiaría.
-Hay otra
manera –comentó ella en voz alta. Sus ojos estaban llenos de lágrimas- Hay otra
manera, y nadie jamás podría encontrarnos.
Y juntos,
planearon su escape.
-Volveré a
este mismo lugar –explicó ella, quitándose el medallón y escondiéndolo debajo de
las tablas- Me esconderé por un tiempo, y luego vendré a buscarlo, a buscarte.
Asintió,
consciente de que, cuando dejara la habitación, ambos serían extraños.
Había dudado.
Ese momento, cuando se vieron frente a frente, cuando su plan se hizo
aterradoramente real, había pensado dejarla ir... Pero sus dudas desaparecieron
al mirarla a los ojos. Ella lo sabía, le sonrió levemente, con disimulo,
animándolo a que continuara, recordándole que era lo correcto, que era la única
manera...
Y en la
profundidad de sus ojos negros, en esos túneles en los que siempre se perdía
voluntariamente, y de los que jamás podía salir, no había ni la más mínima
vacilación. En ese infinito, sólo aguardaba la paz, la felicidad, el cielo.
Había
funcionado.
Sonrió,
ignorando el nudo en su garganta. Ella había tenido razón, siempre la tenía.
-¿Cómo sabré
que se trata de ti? –había preguntado ella, y él había sonreído con tristeza,
acariciando su cabello.
-Te haré la
pregunta de siempre.
Aunque nunca
se lo había dicho, sí conocía su nombre: Era Psique, Ofelia y Afrodita. Era la
Penélope de Odiseo y era Helena de Troya. Era la Catalina de Heathcliff, la Elizabeth
Bennet de Fitzwilliam Darcy, la Cleopatra de Marco Antonio. Era Cenicienta,
Blancanieves y Rapunzel...
Era Julieta.
Su Julieta. La Salomé a la que gustosamente entregaba su cabeza.
Y la obra
estaba a punto de terminar.
Sacó la
pistola del cajón de su escritorio, y la observó sobre la mesa un momento, el
brillante metal llamándolo de una manera en que nunca lo había hecho. Tomó el
medallón, atándoselo al cuello, y este rebotó quedamente al reencontrarse con
su gemelo, como si supiera el rostro que escondía dentro.
“Juntos para
toda la eternidad.” Tomó la pistola, se la apuntó a la sien, y cerró los ojos
al enroscar el dedo en el gatillo. “Un nuevo mundo, sólo para nosotros...”
En aquella
tierra de fantasmas, donde la sangre teñía las paredes y la muerte era una
inquilina constante, nadie se sobresaltó al oír el disparo.
Tres días
después, la guerra terminó, aunque pocos en ese lugar estuvieron allí para
verlo.
“Aquí pondré mi descanso eterno, y sacudiré el yugo de las
estrellas infinitas, quitándolo de esta carne harta del mundo.” Romeo y
Julieta. Acto V, escena III.
Historia publicada en Wattpad, en la colección "Cuentos de luz y oscuridad"
S.C. (co-bloggeando con KyokoD y Limón)